Mi colegio era un lugar curioso. Jesuitas. Los parvulitos estaban a cargo de un hermano que llegó al colegio, entonces hospital de sangre, más muerto que vivo y como buen requeté prometió a la Virgen y a todo el santoral que si salía vivo se metía cura. ¡Qué ........; me curé!. Y aquí estoy, decía el buen hombre, pequeñico, calvo, coloradote y con los andares propios de un labrador. Repartía pan con las manos a la mínima y con un tino magistral. Guardo de él un recuerdo excelente.
El colegio formaba parte de la provincia vasconavarra. Decían las malas lenguas que la Compañía destinaba allí a lo mejor y más granado de sus miembros. O sea, a los zumbaos. Posiblemente eso explica la presencia del ínclito Arzallus, de quien se conserva como oro en paño una foto que se le sacó en la Quinta Julieta montado sobre un burro, con boina y sotana.
Pero a lo que iba. Por las mañanas asistíamos a misa como monaguillos para aprender como se hacía eso. Como los padres tenían que oficiar tres misas diarias, lo hacían en todas las capillas laterales de la iglesia desde el punto de la mañana, de manera que allí no estábamos más que los curas y los monagos.
Como siempre he procurado bandearme, logré asistir a un padre encantador, que había sido capitán de Artillería antes de ingresar en la Compañía. Todo un personaje. Se ventilaba el asunto en diez minutos, lo que era de agradecer, pues los críos nos aburríamos sobremanera. Así que para distraernos en aquella iglesia solitaria nos dedicábamos a competir con la campanilla...
Ya saben. En ciertos momentos, en especial a la hora de la consagración, se tocaban unas campanillas. Pero nosotros no; repiqueteábamos con furia dando todo un concierto. El brazo se alzaba vertical agitando las campanillas como si tuviésemos el baile de San Vito, para descender en arabescos procurando hacer el mayor ruido posible. Y yo era grande y fuerte, así que lograba efectos espectaculares. En estas estaba, cuando el cura se para un instante, se gira hacia mí y haciendo un gesto con la cabeza exclama:
El colegio formaba parte de la provincia vasconavarra. Decían las malas lenguas que la Compañía destinaba allí a lo mejor y más granado de sus miembros. O sea, a los zumbaos. Posiblemente eso explica la presencia del ínclito Arzallus, de quien se conserva como oro en paño una foto que se le sacó en la Quinta Julieta montado sobre un burro, con boina y sotana.
Pero a lo que iba. Por las mañanas asistíamos a misa como monaguillos para aprender como se hacía eso. Como los padres tenían que oficiar tres misas diarias, lo hacían en todas las capillas laterales de la iglesia desde el punto de la mañana, de manera que allí no estábamos más que los curas y los monagos.
Como siempre he procurado bandearme, logré asistir a un padre encantador, que había sido capitán de Artillería antes de ingresar en la Compañía. Todo un personaje. Se ventilaba el asunto en diez minutos, lo que era de agradecer, pues los críos nos aburríamos sobremanera. Así que para distraernos en aquella iglesia solitaria nos dedicábamos a competir con la campanilla...
Ya saben. En ciertos momentos, en especial a la hora de la consagración, se tocaban unas campanillas. Pero nosotros no; repiqueteábamos con furia dando todo un concierto. El brazo se alzaba vertical agitando las campanillas como si tuviésemos el baile de San Vito, para descender en arabescos procurando hacer el mayor ruido posible. Y yo era grande y fuerte, así que lograba efectos espectaculares. En estas estaba, cuando el cura se para un instante, se gira hacia mí y haciendo un gesto con la cabeza exclama:
¡Niño; no jodas!